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              Las antiguas inscripciones funerarias latinas solían terminar, hace casi 2000 años, con la expresión PIVS IN SVIS, “piadoso entre los suyos”.  Era una declaración pública de que se entendía que había cumplido con sus obligaciones sociales y, por consiguiente, merecía un reconocimiento público.

            Como sucede con la palabra “gracia”, que figura en el Diccionario de la Real Academia Española sólo como un don (sin especificar en qué consiste), el término “piedad” no encuentra una definición que refleje con justeza lo que para las sociedades precristianas supuso. Hoy encontramos en el citado Diccionario los siguientes significados: 1. Virtud que inspira, por el amor a Dios, tierna devoción a las cosas santas, y, por el amor al prójimo, actos de amor y compasión. 2. Amor entrañable que consagramos a los padres y a objetos venerandos. 3. Lástima, misericordia, conmiseración.- La influencia de la religión cristiana es evidente. Pero, como sucedía en el caso del término “gracia”, su campo semántico parece ir más allá de lo que denominamos religión.

     En cambio, el Diccionario Latino-Español de Blánquez da el siguiente significado a la palabra “pietas”: “Sentimiento que impulsa al reconocimiento y cumplimiento de todos los deberes para con la divinidad, los padres, la patria, los parientes, los amigos, etc.; piedad, devoción, religiosidad, amor, respeto, afecto religioso, piadoso, cariño respetuoso, patriotismo, ternura, afecto filial, veneración, culto”. Como se puede ver, algo bastante difuso para una mentalidad lógica. Voy a intentar aclarar un poco.

             De entrada, considero que piedad y cariño, aunque puedan ser concomitantes, no se pueden identificar. El cariño (palabra derivada del latín “carus” –querido- y en relación con el griego “kharis” –gracia-) se manifiesta mediante el sentimiento de encontrarse bien compartiendo la “kharis”, la gracia o ser sustancial de otro ser, con el que se desea una continua proximidad. Cuando se quiere, cuando se tiene cariño, voluntad o inclinación a alguien o algo, se desea estar continuamente gozando de la fusión o amor. Esta puede tener una plasmación sexual, orgánica, pero no es en absoluto necesario. Yo he tenido el deseo de estar con amigos, personas amadas con las que no se me ha apetecido en ningún momento tener contacto sexual, y supongo que lo mismo le ha pasado a todo el mundo. Es más, el amor se puede sentir hacia otros seres que no sean humanos y no es absolutamente necesario que haya correspondencia en el sentimiento, aunque por supuesto sí que es deseable para alcanzar la plenitud.

             En cambio la piedad implica la satisfacción del deber cumplido de respetar y servir a los demás, con independencia de que se les quiera o no. Tener piedad hacia un ser no implica necesariamente amarlo, es más, puede caer realmente antipático y estar uno deseando que desaparezca. El respeto hacia el enemigo muerto, intentando calmar su alma para que no te persiga –como vemos en actos como la ceremonia del trofeo griego- es un síntoma de piedad que no implica amor. Es también el caso de esos hijos que no quieren a sus padres, que, llegados a cierto punto, consideran ventajoso que desaparezcan de su vista, que se mueran incluso, lo cual no es óbice para ser piadosos con ellos y procurarles el mejor servicio posible hasta que abandonen la vida. La piedad es, en suma, una virtud, o sea una disposición de ánimo que parte de la creencia -o sea de un pensamiento llevado del nivel de consciencia al de subconsciencia y por tanto difícil de remover- de que el servicio mutuo es positivo para el individuo. O sea, es un elemento de cultura que se manifiesta como un valor social. Como tal es, junto con el concepto de gracia, un elemento muy importante en la economía de prestigio, basada en el don-contradón (hacer continuamente favores para que los que los reciban estén cada vez más endeudados a ese nivel y por consiguiente se encuentren en dependencia del favorecedor, al que hay que procurar convertir en deudor a su vez con los contra-favores que uno le devuelve).

             En cambio el amor no es una virtud, sino una inclinación natural (como su contrapartida, el odio). La piedad intenta, a nivel cultural (o “anti-natural”, en el sentido de que va contra dejarse llevar por los propios impulsos, mediante una represión que intenta ser ventajosa a medio plazo), ser un cierto sustituto del amor mediante el esfuerzo por comportarse con los demás como si se les quisiera, aunque en la práctica puede no haber apego ninguno hacia la persona respetada y honrada, a la que, como he indicado, se le puede incluso desear de forma pasiva la muerte o al menos la desaparición del horizonte mental propio.

             En otras ocasiones he llamado la atención sobre la necesidad de distinguir entre amor, sexo y matrimonio, pues pueden existir con independencia unos de otros (puede haber amor sin sexo, sexo sin matrimonio, matrimonio sin amor, etc.). Lo cual no quiere decir que no sean, como también en el caso de la piedad y el cariño, concomitantes, y de hecho se dan juntos con cierta frecuencia, al menos en dos de los tres términos. El amor y el sexo son pulsiones naturales, aunque de distinto signo. En cambio el matrimonio (el reparto regulado de los machos y las hembras) pertenece, como la piedad, al ámbito cultural, ese que intenta regular a los primeros; sobre todo al sexo, más ostensible, pero también al amor, dando por supuesto que el roce produce el cariño, como en efecto puede suceder hasta cierto punto. De hecho se entiende que el matrimonio se basa en la afectio maritalis, el afecto relativo a la unión con el macho de la hembra (“maritus” deriva de “mas, maris”: el macho, el mas-culino), o sea de la afición, inclinación o apego que se coge a la persona con la que estás. Tal vez por ello se entienda que un matrimonio se puede decir que ha triunfado cuando, superadas las etapas de amantes y de padres, la pareja llega al estado de animales de compañía, a los que se les tiene afecto, incluso cariño.

             En los estadios de cultura de nuestra antigüedad (que pervive en esencia en muchos pueblos) el matrimonio es cosa de los grupos y son estos los que determinan el sentido de las uniones. El amor desde luego no se presupone ni nadie en el fondo lo espera. De ahí que en las culturas tradicionales la antes aludida separación de sexo, amor y matrimonio se manifieste con bastante claridad. Desde una perspectiva dominante masculina –pues la fuerza física determinaba el sentido dominante de las relaciones sociales- el hombre satisfacía, si podía, su peculiar necesidad –superficial y repetitiva- de sexo con las prostitutas; su necesidad de cariño con la persona “querida” o sea con su “amante”, y su seguridad en el marco de las relaciones sociales institucionales mediante la celebración de un contrato ceremonial (no es necesario el amor, sólo el respeto y el servicio mutuos). Evidentemente la mujer procuraba hacer lo mismo en función de sus necesidades, aunque sólo el desarrollo de culturas con una violencia menos explícita lo ha ido haciendo posible hasta cierto punto. El hecho de que ellas siempre hayan tenido que ser, normalmente, más discretas con sus amantes sólo manifiesta el hecho de que la violencia física se ejercía más sobre ellas (que siempre han procurado, con su mayor capacidad mental, hacer daño a quien se lo hace, pero ese es otro tema), no que no existiera un cierto grado de infidelidad, más o menos latente.        

           Con el desarrollo de sociedades más complejas, con  horizontes mentales más amplios, el individuo ha tendido a sentirse más suelto en el marco social, y por consiguiente el matrimonio ha ido pasando a convertirse en una cuestión menos de los grupos familiares –como era antes- y más de los individuos. El desarrollo de la economía de mercado, basada no tanto en lo cualitativo del tráfico de gracia propio de la economía de prestigio, sino en la cuantificación de los objetos individuados, tuvo su reflejo, como no podía ser menos, en la regulación de los matrimonios. Carente del sentido social antiguo, la piedad tiende a ceder terreno (por no ir en la línea individualista de los nuevos planteamientos) y la relación de pareja, a falta la piedad, tiende a hacerse insoportable cuando desaparece el cariño (que ahora ha ganado importancia  pero que en la antigua situación ni siquiera se consideraba imprescindible para establecer un matrimonio). La represión impuesta por la antigua cultura, tendente a la preservación del grupo, resulta insoportable en la nueva concepción del mundo.

   El problema surge cuando se constata que la crianza de los hijos sigue exigiendo un marco conceptual estable. El mercado tiende a considerar iguales a la madre que pare que al padre que no lo hace, obviando el plano sentimental, y es fácil ver cómo se indica la necesidad de romper los marcos antiguos de localidad para satisfacer las demandas del mercado de trabajo. Un hombre y una mujer deben trabajar ambos en el sistema productivo-consumidor, y por consiguiente deben desplazarse a donde se encuentre el trabajo, que se convierte en el eje de sus vidas (no es el trabajo el que se debe ubicar donde ellos vivan, sino al revés: no trabajar para vivir sino vivir para trabajar). Evidentemente ello afecta a la estabilidad que exige la crianza de los hijos y la exigencia de las necesidades femeninas de maternidad (que se procuran restringir al máximo en un mundo superpoblado). En estas circunstancias es difícil que las parejas sean muy estables y que el sentimiento de piedad se extienda. ¿Es una casualidad que nuestras sociedades sean al mismo tiempo cada vez más racionales y más violentas?

             La conciencia y el consiguiente horror a una muerte que se muestra como inevitable (los animales normales no saben que se van a morir y por tanto no sienten nuestra ansiedad) nos ha llevado a desarrollar formas culturales de vida, procurando alejar lo más posible esa necesidad. La racionalidad (el desarrollo del cortex cerebral) nos ha ayudado a ello, procurando poner a las razones por delante de las emociones. La piedad, como se ha señalado, intenta conjugar lo racional con lo emocional, buscando un cierto equilibrio inestable. Desde la llamada Revolución Copernicana del siglo XVII (cuando el hombre dejó de considerar que estaba en el centro del universo para pasar a considerarse el mismo centro de todo) ese cierto equilibrio ha tendido a romperse a favor de la razón. Ahora, cuando la lógica se ha empezado a hacer borrosa para acercarse a los planteamientos más emocionales que hacen posible nuestra vida más allá de la frialdad del individualismo, parece necesario buscar nuevos niveles de equilibrio. O sea algún nuevo tipo de piedad que haga soportable la vida que se ha planteado como la competencia, la lucha, de todos contra todos.  

                La piedad es el sucedáneo cultural del amor y lo suple cuando no existe éste.

               Novedad del cristianismo:   46 Si sólo amas a quienes te aman, ¿qué recompensa hay por eso? Hasta los corruptos cobradores de impuestos hacen lo mismo. 47 Si eres amable sólo con tus amigos, ¿en qué te diferencias de cualquier otro? Hasta los paganos hacen lo mismo. 48 Pero tú debes ser perfecto, así como tu Padre en el cielo es perfecto. (Mateo, 5).

               Genaro Chic García en

                                                         http://boards4.melodysoft.com/prestigiovsmercado/la-piedad-y-el-cario-1389.html